Cuento corto: El orden natural de las cosas.

Siempre me pregunté por qué las Navidades generan en mí una extraña sensación de melancolía constreñida. Es así que, intentando hurgar en el pasado en búsqueda de algún trauma infantil silenciado y oculto en el inconsciente, sólo consigo despertar fantasmas que amenazan con arrebatarme la poca cordura que aún me queda. No obstante, decido ignorarlos. Al menos por esta vez. 

Si bien no me considero una persona supersticiosa, sí creo en la denominada “ley de atracción”. Según esta ley, nuestros pensamientos, negativos o positivos, generan una energía que se proyecta y que es capaz de atraer otra energía idéntica a la proyectada. Obviamente, se trata de una creencia sin fundamento científico. Sin embargo, mi experiencia personal me dice que el método —mágico o no— funciona y es capaz de atraer lo que sea, incluso personas. Incluso personas que ya no están en este mundo.

Como todas las veces en estas fechas, las semanas previas a la Nochebuena suelen ser caóticas en casa. Mi madre, que es una mujer a la que le encanta planificar todo con una antelación desmedida, por lo general lleva semanas organizando qué comeremos, qué beberemos y hasta los horarios para cada cosa. Por suerte, el lugar del festejo no es un tema que altere la armonía del hogar, ya que desde que tengo uso de razón, la noche del 24 de diciembre siempre la pasamos en casa de sus padres, y el 25 al mediodía en la nuestra. Sin embargo, este año fue diferente: mi madre no tenía deseos de organizar nada.

Resulta que se había cumplido un año de la partida de mi abuelo. Se supone que, de acuerdo con el orden natural de las cosas, una persona de 90 años está más cerca de tocar el arpa que de escalar el Everest. A lo sumo, podría romper el récord Guinness de longevidad, habiendo llegado a las nueve décadas sin ninguna enfermedad, con la mente lúcida y sus treinta y dos dientes originales. Pero aquél no fue el caso de mi abuelo, quien muchos meses antes de su deceso había empezado a manifestar signos de senilidad. Y aunque su cerebro era más ágil que el mío, sus pulmones de viejo fumador de tabaco rubio escribieron con tinta negra su fecha de caducidad.

Recuerdo que el martes pasado estaba parada al lado de la puerta de mi habitación cuando escuchaba en silencio la conversación que mi madre mantenía por teléfono con mi abuela.

—Sí, mamá. Este año ya no será lo mismo sin papá —decía mi madre entre sollozos—. Nadie tiene ganas de juntarse, mamá. Quedate tranquila —y continuaba asintiendo con monosílabos a lo que, del otro lado, le decía su interlocutora.

Al oír esto, retrocedí unos pasos sin voltearme, casi como arrastrando los pies, y me desplomé sobre la cama como si fuera una bolsa de papas.

A mí también me duele la pérdida, pero lo considero parte de la vida. Nacemos, vivimos y morimos. Me parece egoísta querer retener en este mundo a una persona que ya no vive con calidad, solo porque los demás queremos ahorrarnos el sufrimiento.

De todos modos, entendía a mi madre.

Me quedé unos escasos minutos perdida en mis pensamientos hasta que oí el chillido de la silla del comedor al arrastrarse, y, a continuación, un silencio reinó en la habitación contigua.

Cortó la llamada, pensé.

De un salto, me levanté de la cama y fui a su encuentro con mi mejor cara de póker.

—Má, escuché tu conversación con la abuela. Sé que no tienen ánimos para festejar y que aún les duele no ver al abuelo sentado en la mesa con nosotros. A mí también me duele mucho. Pero pensá en Sebi. Él tiene solamente ocho años. Si bien es un niño inteligente, no creo que debamos arrebatarle la fantasía —le dije.

Aún no había terminado mi frase cuando vi que a mi madre se le empezaban a llenar los ojos de lágrimas. Sin embargo, no me respondió nada.

Pude sentir, a través de ese negro azabache empañado, que sus palabras se ahogaban en la garganta. Solo atiné a abrazarla como si el mundo fuera a destruirse en ese instante.

Una lágrima asomó y comenzó a resbalar por mi mejilla salpicada de pecas.

De pronto, Sebi apareció en medio de la sala, interrumpiendo estrepitosamente el drama desatado.

Rápidamente, mi madre y yo nos pasamos la mano por los ojos para esconder los vestigios de tristeza y carraspeamos para aclarar la voz ahogada.

—¡Mami, mami! ¡Mirá! Ya le escribí la carta a Papá Noel. ¿Podemos ir hoy a dejarla en el árbol de la abuela? —dijo Sebi.

Este pequeñín, que es mi adoración, no hacía más que saltar y hablar casi a gritos, emocionado por la idea.

En ese momento, clavé mis pupilas de miel en el rostro acongojado y dubitativo de mi madre, y con la mirada le dije todo: la Navidad se festejaba.

Finalmente, llegó el ansiado día. Sebi se levantó más temprano que de costumbre y, claramente, no pegó un ojo en toda la noche. Vino a despertarme exaltado. La alegría que le generaba la fecha le brotaba por los poros. Una alegría que era perturbadora. No obstante, me levanté sin refunfuñar. Su inocencia me daba un poco de ternura. A su edad, yo también creía en Papá Noel y en toda la magia de la Navidad.

El día transcurría con normalidad y, llegadas las veinte en punto, partimos hacia lo de mi abuela. Ella vive en una humilde casita de cinco ambientes, con un perro sin raza llamado Terry. Al llegar, salió mi abuela a recibirnos con una sonrisa dibujada forzosamente en los labios para Sebi. La saludé con mi mayor entusiasmo, pero ella ni siquiera me miró a los ojos. Su mirada rasgada estaba perdida en algún abismo.

Luego, se abrazaron con mi madre y se quedaron prendidas la una a la otra como abrojos, murmurándose cosas al oído entre gimoteos. Decidí dejarlas solas, llevándome a Sebi lejos de la escena. Lo llevé hacia el árbol decorado en un rincón del living, con la excusa de ver si estaba su carta y distraerlo. No era un árbol de esos imponentes que se ven en las películas, sino más bien un árbol pequeño, de pocas ramas, verde, con algunas bolas coloradas y doradas, y luces intermitentes con algún que otro foquito quemado, como para no perder la costumbre. Estaba armado sobre una mesita baja frente al sofá de chenille rojo chillón. Era la única decoración de la casa que hacía alusión a la época.

Teníamos la tradición familiar de escribir nuestros deseos en un papel y dejarlo al pie de ese árbol, para que cuando el místico personaje apareciera, los leyera y dejara allí los regalos que pedíamos. Entonces, cada Nochebuena, después de las doce, tras el brindis y el saludo de rigor, solíamos ir hasta dicho árbol, donde nos encontrábamos con los obsequios que cuidadosamente Papá Noel había dejado mientras cenábamos.

La carta seguía allí, como era de esperarse, y Sebi daba brincos de satisfacción.

Pasamos a la cocina, donde comenzamos a preparar todo para la cena. Mi abuela había dejado un pollo con papas cocinándose en el horno. Descorché un vino fino para acompañar el pollo, lo serví en las copas, le serví gaseosa a mi hermano y nos sentamos a comer.

Entre conversaciones variadas, las ocurrencias de Sebi, el sonido del televisor de fondo y los fuegos artificiales que algún vecino lanzaba esporádicamente, la medianoche nos sorprendió. Comenzamos a saludarnos y a desearnos “Feliz Navidad” cuando, de pronto, sonó intempestivamente el timbre. Las tres mujeres adultas nos miramos estupefactas.

—¿Quién será? —dijo mi abuela.

—Voy yo —dije.

Caminé atravesando el living hasta llegar a la puerta de acceso y miré por la ventana. Vi a un hombre de contextura esbelta y de aproximadamente un metro setenta. Fue todo lo que pude ver.

Algún pariente, pensaba mientras abría la puerta.

Mi madre y mi abuela, que me habían seguido hasta allí, se quedaron detrás de mí.

Jamás creí que, al abrir la puerta, todos nuestros deseos se harían realidad esa noche, que la famosa ley de atracción haría su efecto de manera tan rápida.

En el preciso instante en que abrí la puerta de roble antiguo, el milagro ocurrió.

Del otro lado, iluminado como un ángel, se encontraba mi abuelo. Aunque cuarenta años más joven, tenía la misma barba (sin canas) y su nariz respingada. Ahora llevaba un corte de pelo moderno y jeans (esos que él tanto odiaba), lucía la piel limpia y no curtida por el sol, con tímidas arrugas que querían aparecer a la orilla de sus ojos. En sus manos traía un vino espumante, y con una enorme sonrisa nos saludaba.

—Hola, vos debés ser Mariana, ¿no? Me presento: soy Roberto, tu tío.


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